Todos los sondeos realizados en la población sitúan a los científicos,
junto con los médicos, en los profesionales más valorados. Esta posición he de
reconocer que me ha enorgullecido mucho mientras me dedicaba a la investigación
científica. Sé que gran parte de la sociedad estamos convencidos de que una economía basada en el conocimiento hará más competitivo a nuestro país.
Este fue el motivo por el que orienté mi carrera profesional a la promoción de
la innovación tecnológica. Uno de los retos que me he fijado es divulgar la
información necesaria para que estas actividades sean también valoradas por
la sociedad. Porque para promover la innovación tecnológica (que se podría
definir de manera generalista como la introducción en el mercado de los
resultados de la investigación científica), hay que ir de la mano de las
empresas. Y si queremos innovar en el ámbito de la biomedicina necesitamos,
entre otras, a las empresas farmacéuticas y biotecnológicas.
Excluyendo algún caso aislado, siempre me he encontrado con una opinión negativa respecto a la industria farmacéutica. Reflexionando sobre
este hecho, me gustaría creer que esto se debe en parte al gran
poder que tienen algunas multinacionales de élite (la historia nos ha enseñado
lo que puede provocar el poder en manos humanas). Otra parte de culpa puede deberse a que su
mercado sean las personas enfermas, cuando sentimos profundamente que la salud es un derecho universal.
Pedir a cualquier empresa de otro sector que invierta en productos que luego no
va a poder vender parece un hecho absurdo. Pero la percepción es totalmente
diferente cuando ese producto es un medicamento destinado a una enfermedad
minoritaria o que afecte al tercer mundo. En la definición de empresa privada
aparece el término lucrativo (si quiere tener inversores). No es
responsabilidad de las empresas farmacéuticas el defender los derechos sociales
y humanitarios, precisamente porque son empresas. Tenemos que encontrar otras fórmulas,
en los gobiernos y en organizaciones no gubernamentales, para solucionar estas
demandas, como realmente sucede.
Contamos entonces con una muy buena opinión de los científicos y una muy mala opinión de las empresas mencionadas. Pero imagínese la siguiente situación.
Tiene un gran dolor de cabeza. Para solucionarlo entra en internet, busca una
publicación científica donde se hable del motivo del dolor de cabeza y un
producto químico que, en teoría, lo solucionaría. Imprime esa publicación y se
la coloca sobre la cabeza. ¿Le quitará el dolor? No. Aparcando la imaginación,
un caso real. Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928, pero su aplicación en un paciente no pudo hacerse hasta 1941, por problemas en la preparación industrial del medicamento (se consiguió en una cervecería de Ohio finalmente). Lo que quiero decir es que el avance en el
control de las enfermedades necesita a las industrias farmacéutica y
biotecnológica. Incluso cuando hablamos de la nueva estrategia de las grandes farmacéuticas denominada innovación abierta, que implica establecer proyectos
colaborativos con otras organizaciones de I+D, la gran
empresa sigue siendo necesaria para la fabricación a gran escala y la comercialización de los
productos resultantes.
Hace unos días Angelina Jolie ha levantado una polémica en contra de las empresas biotecnológicas y farmacéuticas. Nos tenemos que ir acostumbrando, porque el veloz avance tecnológico que estamos viviendo irá abriendo nuevos dilemas morales, a los que deberemos
enfrentarnos con responsabilidad.
La polémica comienza con un resultado positivo en un test genético, que analiza mutaciones en el gen BRCA1. Con un 87% de probabilidad Angelina sufriría, en el futuro, un tumor de mama, a lo que la actriz ha reaccionado con una doble mastectomía preventiva. Coincidiendo con esta noticia, la corte suprema de los Estados Unidos se pronunciará en unas semanas sobre la posibilidad de que una patente incluya genes humanos. La raíz del problema es que la empresa biotecnológica Myriad Genetics tiene el monopolio temporal de explotación (concedido por una patente) del kit diagnóstico utilizado. El kit es poco accesible a la sociedad, con un precio de 4000 dólares. En esta misma línea argumental, en el foro hispano-indio de biotecnología, organizado en Barcelona hace unos días por Biocat, tuve la ocasión de hablar con el cofundador de la empresa india AlphaSzenszo, que buscaba colaboraciones para llevar al mercado un kit diagnóstico de cáncer de pulmón que habían desarrollado. Cuando sugerí que el precio del kit sería elevado, la respuesta fue que si querían comercializarlo masivamente en la sociedad india, habían estimado que su precio no podría superar los 200 dólares por unidad.
Si las leyes del mercado controlan las actividades de las empresas, pensemos: ¿Podemos afirmar realmente que una empresa prefiere vender 1000 kits diagnósticos a x€/unidad, frente a la opción de vender 100000 kits a 0.01x €/unidad? (en ambos casos, el beneficio de todas las ventas es igual, 1000x €). En mi opinión, no debemos presuponer nada, y sí alegrarnos de que se encuentren en el mercado estos avances médicos. Y de que las empresas hayan tenido el tiempo necesario para elaborarlos, con la garantía de exclusividad que les confiere tener una patente (de otro modo, ninguna empresa arriesgaría tanto en su desarrollo).
Frente a semejantes polémicas y dilemas morales, se requieren leyes eficaces que los solucionen de la forma más favorable para el bien común. Los sistemas de salud (públicos) tienen la responsabilidad de incluir los tratamientos médicos innovadores, a un precio acorde con el ahorro que supondría su utilización y acorde con el beneficio sobre los pacientes. En Estados Unidos, el Servicio Nacional de Salud (NHS) ha recibido esta misma recomendación del Instituto Nacional para Salud y Excelencia Clínica (NICE). En nuestro entorno, el Hospital Clínic de Barcelona dispone de la unidad HTA (de análisis de tecnologías médicas) que analiza los beneficios (económicos y sociales) de la incorporación de determinadas innovaciones biomédicas en el hospital. Lo que no debemos hacer, ni podemos evitar en realidad, es frenar el progreso científico, ni el desarrollo de nuevos tratamientos, cada vez que nos encontremos con un dilema moral.
La polémica comienza con un resultado positivo en un test genético, que analiza mutaciones en el gen BRCA1. Con un 87% de probabilidad Angelina sufriría, en el futuro, un tumor de mama, a lo que la actriz ha reaccionado con una doble mastectomía preventiva. Coincidiendo con esta noticia, la corte suprema de los Estados Unidos se pronunciará en unas semanas sobre la posibilidad de que una patente incluya genes humanos. La raíz del problema es que la empresa biotecnológica Myriad Genetics tiene el monopolio temporal de explotación (concedido por una patente) del kit diagnóstico utilizado. El kit es poco accesible a la sociedad, con un precio de 4000 dólares. En esta misma línea argumental, en el foro hispano-indio de biotecnología, organizado en Barcelona hace unos días por Biocat, tuve la ocasión de hablar con el cofundador de la empresa india AlphaSzenszo, que buscaba colaboraciones para llevar al mercado un kit diagnóstico de cáncer de pulmón que habían desarrollado. Cuando sugerí que el precio del kit sería elevado, la respuesta fue que si querían comercializarlo masivamente en la sociedad india, habían estimado que su precio no podría superar los 200 dólares por unidad.
Si las leyes del mercado controlan las actividades de las empresas, pensemos: ¿Podemos afirmar realmente que una empresa prefiere vender 1000 kits diagnósticos a x€/unidad, frente a la opción de vender 100000 kits a 0.01x €/unidad? (en ambos casos, el beneficio de todas las ventas es igual, 1000x €). En mi opinión, no debemos presuponer nada, y sí alegrarnos de que se encuentren en el mercado estos avances médicos. Y de que las empresas hayan tenido el tiempo necesario para elaborarlos, con la garantía de exclusividad que les confiere tener una patente (de otro modo, ninguna empresa arriesgaría tanto en su desarrollo).
Frente a semejantes polémicas y dilemas morales, se requieren leyes eficaces que los solucionen de la forma más favorable para el bien común. Los sistemas de salud (públicos) tienen la responsabilidad de incluir los tratamientos médicos innovadores, a un precio acorde con el ahorro que supondría su utilización y acorde con el beneficio sobre los pacientes. En Estados Unidos, el Servicio Nacional de Salud (NHS) ha recibido esta misma recomendación del Instituto Nacional para Salud y Excelencia Clínica (NICE). En nuestro entorno, el Hospital Clínic de Barcelona dispone de la unidad HTA (de análisis de tecnologías médicas) que analiza los beneficios (económicos y sociales) de la incorporación de determinadas innovaciones biomédicas en el hospital. Lo que no debemos hacer, ni podemos evitar en realidad, es frenar el progreso científico, ni el desarrollo de nuevos tratamientos, cada vez que nos encontremos con un dilema moral.